Nunca y Después

Después de todo lo que vivimos, merecía que me visitaras cuando fuiste a Santiago de Chile, querida Nicole. No te digo esto con rencor, pues sólo encuentro, en mi fatigado corazón, una sensación de ternura, de dormida calidez por ti. Pero mentiría si te dijera que no me ilusioné con la idea de verte cuando me contaste por teléfono que irías un par de semanas a Santiago, a casa de tu tio el ingeniero, donde te encontrarías con tu madre.

Yo vivía entonces con Camila, la mujer de mi vida, en un pequeño apartamento en Madrid, a pocas cuadras de la universidad. Ella hacía su maestría, yo escribía. Eran días intensos que cambiarían para siempre mi vida. Tu y yo hablábamos por teléfono los domingos en la noche. Camila aceptaba nuestra amistad, no hacía preguntas indiscretas, aunque tampoco era tu más fiel admiradora, no te perdonaba, sospecho, que, en un momento de crisis entre ella y yo, tú me aconsejarás que la dejase.

Aquella vez que te llamé agitado a LA, California y te conté los detalles de la crisis; tú me escuchaste pacientemente y, con una frialdad que me sorprendió, me dijiste déjala, haz tus maletas y ándate cuanto antes de allí.

Pero yo no te hice caso. Y cuando me reconcilié con Camila, le conté, con toda imprudencia -y por eso te pido disculpas-, que habías abogado por la rutura. Si bien tomó las cosas con calma y lo entendió como una expresión de celos de tu parte -pues creía que tú y yo seguiamos jugando vagamente con la idea de ser unos amantes erráticos, perdidos, que al final de muchas batallas volveríamos a encontrarnos-, me parece que no olvidó ese incidente, que tomó nota de que podías ser mi aliada, pero no la suya. Por lo demás, tu tampoco eras demasiado cariñosa con Camila. Nunca me preguntabas por ella.