Supra-horizonte

Es tan adorable. Siempre antes de salir de compras, Claudia lo organiza todo con una minuciosidad admirable, que no sé de quién ha heredado, seguro que no de mí. Se sienta en su computadora, entra en Internet, imprime el mapa interior del centro comercial al que iremos (una hoja por piso, por si las dudas), selecciona las tiendas que más le interesan, traza el recorrido exacto que haremos bajo su suave mando, y elige el restaurante en el comeremos.

A veces, si tiene tiempo (y ella siempre encuentra tiempo para planear cada pequeño evento familiar), imprime también unas hojas con las fotos o los dibujos de los artículos que desea comprar y calcula cuanto habrá (habremos) de gastar.

En alguna ocasión, al llegar al centro comercial, Claudia se ha dado cuenta, fastidiada, de que olvidó sus papeles, sus mapas, su detallado plan de compras y actividades, pero, recuperada del mal rato (porque nada le irrita más que perder algo), ha retomado el control y nos ha guiado confiando sólo en su memoria, lo que no deja de asombrarme.

Natalia, su hermana menor, dos años menor que ella, revela poco o nada de interés en comprar ropa, todo lo contrario de Claudia, que sigue con fascinación las ultimas tendencias en cuento a moda, siempre buscando combinaciones atrevidas y originales que resalten su belleza adolescente.

Natalia entra en las tiendas de ropa, echa una mirada displicente, aburrida, curiosea sólo para cumplir conmigo (que le pido que busque bien, a ver si por fín encuentra algo que le guste) y sentencia sin ninguna tristeza, se diría que aliviada, que nada le gusta y que además nada le queda, que no hay ropa de su talla en esa tienda, ni en ninguna tienda en toda la ciudad.

En realidad, a Natalia, como a mi, la ropa la aburre, y le da igual ponerse cualquier cosa, aunque no le da igual que su hermana se ponga cualquier cosa suya, eso la enfurece y la hace llorar, porque Claudia a veces se pone ropa suya sin pedirle permiso y Natalia dice que no es justo porque ella tiene mucho menos ropa que su hermana y, a pesar de eso, le quitan la poca ropa que tiene.

Yo naturalmente, la defiendo y le sugiero que se compre más ropa, pero ella no quiere comprarse ropa, se aburre, prefiere sentarse en un café conmigo a comer un croissant, mientras su hermana sigue probandose cosas lindas frente al espejo.

Natalia lo que de verdad quiere es comprar ropa para sus mascotas en una tienda que se llama Petworld, y que la hace más feliz que cualquier otra tienda de esta ciudad.

Allí sí, ella se entusiasma, despierta, revive, salta y baila de alegría, mientras elige, empujando el carro metalico, ropas, camitas, cochecitos, comidas, juegos, vitaminas, y toda clase de sorprendentes chucherías para sus perros, sus gatos, su hurón, su tortuga, sus conejos y sus cotorras amaestradas, a las que está tratando de enseñar a que digan nuevas obscenidades.

En la casa, Claudia disfruta enormemente ordenando y probándose la ropa, ordenando toda la ropa, la suya y la nuestra. Lavandola, secándola y desplegándola con sumo cuidado y delicadeza en los cajones de los vestidores.

También parece gozar tendiendo las camas, limpiando la cocina, poniendo cada cosa en el lugar exacto en el que, según ella, debe ir. Yo admiro su amor por el orden y la limpieza, su esmero por hacerlo todo con tanta prolijidad, y me digo en silencio que de mí no ha heredado esas formidables habilidades domésticas (porque no limpio la casa nunca), y que es una maravilla tenerla en la casa, en mi vida.

Natalia, mientras tanto, se dedica a una de sus persistentes y curiosas inquietudes: medir la temperatura.

Sintoniza el canal del tiempo (mi padre solía hacer eso, le gustaba saber el clima de las principales ciudades del mundo), saca los termómetros que ha comprado, los coloca en lugares estratégicos y, trás unos minutos de impaciente estudio, determina qué temperatura hace en la casa, en la terraza, en el jardín, al sol, a la sombra y en la piscina.

Luego concluye (porque siempre llega a esta conclusión, sin importar si hace más frío o más calor) que debemos meternos a la piscina cuanto antes.

Pero la piscina, cuando deslizo los pies sobre ella, está helada, y entonces Natalia multiplica sus esfuerzos para convencerme de que nos metamos juntos, porque sóla no le hace ninguna ilusión, y al final consigue empujarme y meterme al agua. Y es allí, en el agua, donde ella parece más feliz, Claudia, entretanto, mira películas o lee un libro en íngles o planea el día siguiente.

A Natalia no le interesa nada de eso, ni el futuro ni los estudios. Natalia lo que quiere es zambullirse, bucear, nadar, saltar al agua, sacar de las profundidades de la piscina cosas que me obliga a tirar.

Natalia encuentra en el agua (de la piscina, del mar, de las duchas a las que se mete varias veces al día) unas formas de felicidad, de euforia, que me dejan maravillado, y que sin duda tampoco ha aprendido de mí. Muy rara vez se pelean (y, cuando eso ocurre, el origen del conflicto suele estar en que una ha usado sin permiso algo que le pertenece a la otra, generalmente ropa).

Cuando las encuentro discutiendo, pellízcandose o tirandose cosas, trato de separarlas y distraerlas con una película, cada una en su cuarto, y no preguntar quién tiene la razón ni tomar partido por ninguna, aunque, cuando es inevitable, suelo defender a Natalia, no importa que al parecer no tenga la razón, sólo porque es la menor y porque es y será más baja que Claudia y porque se saca notas no tan buenas como su hermana y porque es más vulnerable y cuando la humillan se encoge y llora en silencio de un modo que me conmueve, como lloró anoche en el restaurante japonés, quejándose porque no encuentra en la ciudad una tienda que tenga ropa que le guste y que sea de su talla.