Destinos cruzados

Cuando salí de allí, sabía que tenía que volver a subirme a una bicicleta y recorrer esa calle de bajada en la que me accidenté y deje manchas de sangre y me partí el brazo ante la mirada compasiva de algunas señoras que me ayudaron a levantarme de nuevo.

Sabía que tenía que volver, debía regresar a esa esquina aviesa de Irarrázaval y demostrarme que se me fue una vida en aquella caída, pero pude recuperarme gracias a una cierta obstinación, a un espíritu de resistencia que se forjó en mi desde niño, muy a mi pesar.

No tenía que volver a Boston tan pronto. Había estado los últimos días de Septiembre cuando me accidenté, levitando por el exceso de pastillas y burlando con arrojo torero desde las bicicletas todas las suertes contrariadas que surgían de esta esquina, y ahora era Noviembre y ese primaveral sol engañoso me hacía pensar que seguíamos en Septiembre y ya no me dolía el brazo.

Pero aún dolía, el brazo aún dolía a pesar de la rehabilitación, las descargas eléctricas, los ejercicios y los masajes, y por eso, por lo que me enseñaron mis padres y el profesor, supe que debía volver a montar en bicicleta esas mismas calles en las que dejé regada una vida y un poco de sangre.

Cuando fui a comprar otra bicicleta no encontré al vendedor que me atendió en Septiembre. Pregunté por él. Me dijeron que había renunciado. No les creí. Seguramente lo habrían despedido. Compré otra bicicleta, a ver si me deparaba mejor fortuna que la otra, que termino retorcida e inservible.

No estaba en mis planes estrenarla aquel sábado a medianoche. Quería dar vueltas por 11 de Septiembre y dejarme llevar por Av. Providencia al día siguiente, domingo, día que, según los pronósticos, sería despejado y agradable. Salí del departamento y me puse a esperar un taxi en la esquina de mi casa, frente a la bodega de las chinas que me recibieron con alboroto y me sobaron el brazo lastimado diciéndome cosas agridulces en mandarín, cosas que desde luego no entendí pero mitigaron el dolor del brazo casi rehabilitado y ya no tan tieso y entumecido como cuando me quitaron el cabestrillo.

No pocas veces he pasado por Santiago y sabía por eso que un sábado a medianoche era altamente improbable encontrar un taxi en esa esquina o en ninguna. No pocas veces he caminado en Santiago, en especial durante mi época universitaria, hasta volver a casa, o en este caso al hotel, a falta de un taxista que me rescatase del frío. Aquel sábado no fue la excepción. Estuve media hora esperando un taxi y nunca apareció. Los pocos que pasaban iban ya ocupados y el frío empezaba a molestar. No era el frío despiadado de Agosto, pero era un frío que se metía con los pies y conspiraba contra mi precaria recuperación.

Harto de esperar, comprendí que el destino había adelantado la cita que tenía conmigo para expiar mis demonios y volver al caso en el que la bestia me corneo y dejó malherido, volver y no sentir miedo, porque un torero con miedo es un torero muerto, el miedo se olfatea desde lejos y te condena en ese oficio y en todos los demás.

Bajé a recepción, cargué la bicicleta, me subí en ella y empecé a pedalear subiendo por Av. Irarrázaval, sintiendo que en cada esfuerzo muscular se me iba otra vida y que era peligroso subir a esa hora por la avenida, tratando de llegar a la función de medianoche del cine de Av. Ossa que tanto me gusta para ver una película que sospechaba que sería mala, pero no importaba, un viaje a Santiago era incompleto si no veía al menos una y a veces hasta 3 películas al día y ese sábado no había visto ninguna.

Cuando llegué al cine, estaba excitado, poseído en una confianza ciega en mi poderío, y por eso no me importó pedirle a la chica que me vendió las entradas que cuidase mi bicicleta porque no tenía cadena ni candado para amarrarla y ella acepto tan ingrato cargo, no sin que sus manos fuesen previamente lubricadas con unos dolares siempre bienvenidos que traía desde Boston en mi billetera.

La película fue menos mala de lo que sospechaba, porque Ariadna Gil estaba soberbia y Diego Luna parecía a ratos un demente suicida y por eso mismo alguien podría ser tu amigo, pero no pude disfrutarla del todo porque estaba impaciente por salir a ver si me habían robado la bicicleta, quizá la chica de la taquilla o algún peatón avispado, y arrojarme pedaleando por la calle de necesidad mortal que me había convocado de vuelta a Santiago.

No me habían robado mi bicicleta, la chica me sonrió y me hizo pensar que debo pasar más tiempo en Boston que en Santiago. Luego empecé a pedalear de prisa hasta llegar a Av. Matta y doblé a la derecha en Vicuña Mackenna. Lo prudente hubiera sido elegir la acera, despoblada a esa hora. Pero lo prudente no ha sido nunca, en mi caso, lo aconsejable. Por eso me quede en la misma pista por la que me descolgué aquella tarde última de septiembre y busqué con frenesí autodestructivo toda la velocidad que mis piernas pudiesen obsequiarme y por un momento pensé que estaba muerto y que ese recorrido lo hacía otra persona que ahora habitaba mi cuerpo. Porque aquella persona que se accidentó vivía dopada y tragando pastillas y esta otra quería resistir, sobrevivir, remontar la adversidad y afirmar virilmente su búsqueda, a cualquier precio y contra la adversidad.

Helada la nariz por el viento de las 3 de la mañana, sujetando con un brazo el timón, buscando tozudamente esa cita inevitable con mi destino y mi historia hecha de golpes y caídas, lo que ya está escrito, dicho y hecho, lo que soy porque está en mis genes o porque mi padre lo quiso así: que yo también fuese cojo para parecerme a él. Y fue así como llegué a la esquina donde volé y me partí el brazo, y me detuve un momento y sentí la presencia reconfortante de mi padre contentándose por mi espíritu guerrero, por atreverme a cruzar silbando ese puente imaginario sobre el río Kwai, como en la película que me llevó a ver cuando era niño, y comprendí que su destino -y quizás alguna vez también fue el mio- era el de ser cojo, él porque los huesos se le encogieron y yo porque el alma me pudo haber quedado coja, lisiada. Y nunca fui más amigo de mi padre que aquella noche en la esquina aciaga de Santiago donde perdí una vida y la recobré semanas después, un sábado de noviembre que no olvidaré, como no olvidaré la última sonrisa de mi padre que cojo me recogió.